La nueva ciudad de Roma empezó a crecer. Rómulo, ambicioso, había dado al poblado, desde el principio mismo, un área muy grande: mayor que la necesaria para el número de personas que en él vivían. El problema era cómo atraer más gente para llenar la ciudad. Rómulo decidió seguir la antigua costumbre de hacer de su ciudad un lugar de refugio. Muy pronto acudieron, de muchas leguas a la redonda, gentes de todas clases, ansiosas de poseer un sitio donde vivir. Entre ellos había esclavos huidos de sus amos, criminales, vagabundos, forajidos: hombres que no habrían sido bien recibidos en ningún otro lugar.
Rómulo, sin embargo, se mostró muy complacido. Había designado a cien varones «Padres de la Patria» o Senadores. Reunió al Senado, y dijo:
-Ahora Roma es fuerte. Ninguna ciudad se atrevería a desafiarnos, pero hemos de pensar en el futuro. Sabemos todos que nos hacen falta más mujeres: la mayoría de nuestros hombres no tienen esposas. ¿Dónde y cómo podemos hallar mujeres para casarlas con ellos?
Después de larga discusión se acordó mandar enviados a las ciudades vecinas con el fin de establecer alianzas y matrimonios.
Pero cuando los enviados regresaron, todos traían la misma respuesta: nadie quería relación alguna con los romanos. La sola idea de que sus mujeres jóvenes casasen con una turba de esclavos, criminales y maleantes era en todas partes impensable. Los hombres de Roma se sintieron agraviados, y quisieron tomar las armas al instante. Rómulo hubo de mediar para prevenir la lucha declarada. Por otra parte, tenía una idea mejor.
Estaban ya muy avanzados los preparativos de las fiestas consuales, en honor del dios Conso. Los romanos decidieron celebrarlas muy espléndidamente, e invitar a todas las ciudades, así próximas como lejanas, a participar en ellas. El día de la fiesta, Roma era un hervidero de gente dispuesta a disfrutar la visita. Y, aparte de todo lo demás, lo que probablemente querían muchos era estudiar las defensas de Roma. Llegaron visitantes de las poblaciones cercanas, como, por ejemplo, Cenina, Crustumium y Antemnae, pero los más numerosos eran los sabinos, que eran por entonces los más poderosos vecinos de Roma. Hombres, mujeres y niños llenaban de bote en bote los espacios abiertos y los edificios públicos en el interior de la ciudad, y una vez cumplidos los ritos religiosos se desplazaron todos al sitio dispuesto para las carreras de carros. Si bien Conso erael dios de las cosechas, se asociaba su figura muy especialmente con los caballos, y por este motivo caballos y mulas llevaban guirnaldas y coronas floridas. El ambiente ciudadano estaba henchido de alegre expectativa.
Comenzó el espectáculo, y llegó el momento que los romanos aguardaban. Rómulo se levantó e hizo una señal convenida; a esta orden, unas escuadrillas de hombres se metieron entre la muchedumbre y se apoderaron de cuanta mujer joven pudieron ver. Las muchachas chillaron de miedo e hicieron cuanto estuvo a su alcance para huir, pero fue inútil la lucha. Rápidamente se las llevaron a buen seguro dentro de la ciudad, dejando a sus padres, hermanos y amigos desamparados fuera de la muralla.
Para los visitantes, aquello fue un ultraje y un engaño. Se volvieron a sus ciudades, no sin dar rienda suelta, con gritos y exclamaciones, a la cólera que sentían. Que capturasen a sus mujeres en acción de guerra era cosa que podía aceptarse según los usos de la época; pero que las raptasen en mitad de un festival religioso era algo nuevo y terrible. Rómulo y sus cómplices recibirían el castigo de los dioses.
También las jóvenes se sentían muy desdichadas por lo ocurrido. Rómulo las visitó una por una, dándole toda clase de seguridades.
-Ojalá vuestros padres hubiesen prestado oídos a nuestros enviados -les dijo-. Pero nada temáis. Casadas, seréis partícipes de la futura grandeza de esta ciudad, y disfrutaréis los privilegios de la ciudadanía romana.
Además, ya pensaréis de otra manera cuando tengáis niños en vuestros regazos. Ahora estáis furiosas, pero pronto vendrá el amor.
También aconsejó a los hombres. Les dijo que fuesen maridos amantes, y que trabajasen sin desmayo para dar buenos hogares a sus nuevas esposas. Siguieron éstos sus consejos, y procuraron halagar a las mujeres. Pronto se enfrió la ira en ellas; y luego dasapareció del todo.
Pero aun cuando las mujeres permanecieron en Roma y aceptaron lo ocurrido, no sucedió lo mismo con sus padres y parientes, en quienes duraba la cólera. Y, en vista de que los dioses aparentemente rehusaban castigar el crimen cometido por los romanos, apelaron al rey sabino, Tacio, pidiéndole que tomase en sus manos la cuestión. El rey no estaba muy dispuesto a ir a la guerra por unas cuantas muchachas, y durante cierto tiempo nada hizo. No obstante, las gentes de las ciudades de Cenina, Crustumium y Antemnae, que también habían perdido a sus mujeres, perdieron la paciencia y organizaron sus propios ataques contra Roma.
El ejército de Cenina atacó antes que los otros, y una fuerza romana al mando del propio Rómulo lo derrotó rápidamente. Sin contentarse con sólo la victoria, los romanos marcharon contra la ciudad enemiga, y la tomaron. Rómulo en persona mató al rey cenino, lo despojó de su coraza y volvió con ella a Roma, a celebrar su triunfo. Llevó al Capitolio el trofeo y lo ofreció a Júpiter bajo el roble sagrado del dios. Dispuso que allí se alzase un templo, el primero de Roma, en honor de Júpiter.
La derrota de Cenina no menguó los ánimos de los ejércitos de Antemnae y Crustumium. Atacaron los territorios romanos, y también ellos fueron prontamente vencidos y tomadas sus ciudades. Y fue entonces cuando Hersilia, mujer de Rómulo, sugirió:
-¿Por qué no perdonáis a los pueblos de las ciudades que acabáis de conquistar, e invitáis a los padres de las muchachas a vivir en Roma?
Rómulo hizo suya la idea, y también los pueblos de las ciudades vencidas la aceptaron de buen grado. Los padres y parientes de las mujeres se trasladaron a la ciudad de Roma, y la gente de Roma se estableció en las ricas tierras de labor de las zonas conquistadas. Así se fortalecieron los lazos entre las diversas ciudades, y se amplió la esfera de influencia de Roma.
Durante todo este tiempo, los sabinos habían guardado un ominoso silencio, y los romanos supusieron que aquéllos preparaban un ataque. Y estaban en lo cierto, porque, para entonces, el rey sabino había comprendido que era preciso someter a Roma antes de que ésta se hiciese demasiado fuerte. En consecuencia, proyectó tomar el baluarte construido por Rómulo fuera de la ciudad, para, desde allí, lanzar luego el ataque principal contra Roma. Mandaba el baluarte Espurio Tarpeyo, padre de una hija llamada Tarpeya. Cierto día estaba la moza fuera de los muros de la fortaleza -había salido en busca de agua-, cuando oyó que la llamaban por su nombre desde una cercana arboleda. Vio un centelleo de joyas entre las ramas y corrió a ver de qué se trataba, pues las joyas, el oro y la plata le gustaban más que nada en este mundo. Entre los árboles halló al rey sabino escoltado por algunos de sus guerreros, armados todos hasta los dientes. Según la costumbre sabina, llevaban todos pesados brazaletes de oro y anillos con piedras preciosas. Tarpeya no sólo no demostró miedo, sino que se acercó más á los hombres, fascinada por sus atavíos. Entonces habló el rey:
-Bella Tarpeya -dijo-, vamos al grano. Si esta noche nos abres las puertas de la fortaleza, a fin de que podamos entrar, te daremos todo lo que quieras.
Tarpeya reflexionó un momento, sin quitar los ojos del oro y las joyas. Luego replicó: -Abriré para ti las puertas si me dais lo que lleváis en los brazos.
-Te lo daremos de buena gana -repuso el rey-, una vez que estemos dentro del bastión. Tarpeya se dio por satisfecha, y a duras penas pudo aguardar a que la oscuridad llegase. Ya de noche, descorrió los cerrojos de la puertecita del baluarte, ante la cual esperaban los sabinos. Una vez dentro, el rey le dijo, en un murmullo, a Tarpeya:
-Ahora, tu recompensa. ¿Qué te habíamos prometido?
En aquel momento la muchacha se arrepintió de lo que acababa de hacer, porque los soldados enemigos la rodeaban y se sintió amenazada y temerosa.
-Me prometisteis darme eso que tenéis en los brazos -dijo, con la esperanza de que su voz no traicionase el miedo.
-Sea como querías -murmuró el rey, quitándose primero el pesado escudo y luego sus brazaletes. Los dejó caer a los pies de la moza, que chilló, sorprendida. Los soldados siguieron el ejemplo del rey, de modo que muy pronto la aterrorizada Tarpeya se vio circundada y cubierta de escudos y pesados brazaletes. Los soldados no se detenían.
-¡Ya es paga suficiente! -sollozó, mientras caía sobre ella escudo tras escudo. Murió aplastada bajo el enorme peso.
Solemnemente, los hombres recobraron sus brazaletes de oro y sus pesados escudos, dispuestos a entrar en acción. Pero antes cogieron el cuerpo de Tarpeya y lo arrojaron al vacío desde la alta roca en que se hallaba emplazado el bastión.
-Listo es lo que nos merecen los traidores -dijo el rey con aspereza.
Cuando hubieron tomado el baluarte, los sabinos empezaron a preparar el ataque contra la propia Roma. Rómulo reunió a sus tropas hasta el último hombre y marchó contra el enemigo. Ambos bandos lucharon denodadamente, pero los sabinos llevaban ventaja y obligaron a los romanos a retroceder en desorden hacia sus propias defensas. La situación era desesperada. Rómulo miró alrededor, y luego alzó la espada y gritó por encima del tumulto de la pelea:
-Oyeme, oh poderoso Júpiter, padre de dioses y de hombres. Tu ciudad está amenazada. Los sabinos presionan contra nosotros por todos lados. Quita el miedo de los corazones romanos y concédenos el buen éxito en la defensa de esta plaza. Construiré aquí un templo para recordar a las gentes, en los días venideros, que tú ayudaste a Roma en la hora de la necesidad.
Luego llamó a sus hombres.
Júpiter está con nosotros. ¡Luchad, valientes romanos!
Milagrosamente volvió a ellos el valor perdido. Conducía a los sabinos un hombre llamado Mecio Curcio. Confiaba éste tanto en la victoria, que comenzó a fanfarronear diciendo a voces lo que haría en cuanto la ciudad cayera en sus manos. Cuando estaba en lo mejor de la descripción de su triunfal entrada en Roma, Rómulo desencadenó un feroz contraataque que cogió a los sabinos completamente desprevenidos. El caballo de Mecio, asustado por el ruido y la confusión súbitos, se encabritó, con su jinete a lomos. El animal, desbocado, corrió a las pantanosas tierras de la orilla del río, y la lucha se detuvo: todos contemplaron cómo Mecio y su caballo luchaban, impotentes, para salirse del lodazal en el que poco a poco iban hundiéndose sin remedio. Mecio se las arregló para desembarazarse de silla y riendas en el preciso momento en que el caballo desaparecía bajo la superficie. Un grito de alegría se alzó entre sus hombres cuando lo vieron salir, tras no poco esfuerzo, a la seguridad de la tierra seca. Pero el incidente había quebrado la voluntad de lucha de los sabinos, y los romanos pudieron rechazarlos con facilidad.
A todo esto, las mujeres sabinas cautivas habían estado mirando el combate que se disputaba por ellas. Llegó un momento en el que la vista del creciente número de los heridos y los muertos les resultó insoportable. Corrieron al campo de batalla, con sus hijos en brazos, los
cabellos sueltos flotando tras ellas, las ropas infladas por el viento según corrían. Haciendo caso omiso de las lanzas que por todas partes volaban y del estruendo de las espadas entrechocándose, consiguieron ponerse, en muchedumbre, en medio de los combatientes. Miraron a sus padres a un lado, a sus maridos en el otro, y pidieron la paz.
-¡Lucháis por nosotras -exclamaron-, pero nosotras no queremos ser huérfanas ni viudas! Mejor fuera que muriésemos todas.
Cayó el silencio en el campo de batalla. Durante un buen rato nadie se movió; luego, simultáneamente, los jefes de ambos ejércitos arrojaron al suelo las armas. Al punto los soldados de los dos bandos en pugna se estrecharon las manos en señal de amistad.
Volvió la paz, y las dos naciones vivieron en lo sucesivo como una sola bajo la autoridad conjunta de ambos reyes. Cuando andando el tiempo murió Tacio, el rey sabino, Rómulo reinó en solitario. Entonces Marte, padre de Rómulo, persuadió a Júpiter para que éste concediese al fundador de Roma un sitio entre los dioses.
Mientras Júpiter desencadenaba una súbita y feroz tormenta, Marte acudió velozmente a Roma en carro alado. Halló a Rómulo en el monte Palatino, sentado ante su pueblo. Descendió y sin detenerse cogió a Rómulo al vuelo: los espectadores vieron solamente cómo la figura del rey se desvanecía en el aire. En lugar de un Rómulo de carne y hueso apareció un instante, para desaparecer poco después, su imagen divina. Entonces comprendieron que Rómulo los había dejado para siempre y levantaron un templo en honor del difunto rey fundador, donde le rindieron culto bajo la nueva advocación de Quirino.
La desdichada Hersilia, esposa de Rómulo, sintió que se le destrozaba el corazón con la muerte de su marido. Podía vérsela siempre en el templo dedicado a aquél, y siempre llorando. Juno se apiadó de ella, y cierto día, mientras Hersilia oraba, hizo caer una estrella a sus pies. Al punto ardieron los cabellos de Hersilia, formando un halo en torno a su cabeza, y subió con la estrella a reunirse con su esposo. Se regocijaron ambos; el nuevo dios abrazó a su mujer, y con el abrazo cambió la apariencia y el nombre de ella. Juntos, y llamados desde entonces Quirino y Hora, vivieron en celestial bienaventuranza, mirando siempre por su ciudad de Roma.
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Hola, qué tal? Me podrías decir de dónde has extraído esta información? Me ha sido de gran utilidad y necesito citarla propiamente para una monografía universitaria. MUCHAS GRACIAS!
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