viernes, 16 de octubre de 2009

El origen mitológico de Roma (I): La historia de Rómulo y Remo


Después de muchos años, el gobierno de Alba Longa, una antigua ciudad del Lacio, pasó a manos de un rey llamado Procas Silvio, quien tuvo dos hijos, Numitor y Amulio. Numitor, el primogénito, era un mozo de natural pacifico, en tanto que Amulio era cruel y despiadado. Conforme iba enveje­ciendo, el rey comenzó a preocuparse por la cuestión de cuál de ellos habría de reinar una vez muerto él.

«Mi hijo Numitor debiera reinar después de mí -pensó-. La costumbre y la ley así lo disponen, y en cualquier caso, Numitor, tan pacífico y sensato, sería un buen rey. Sé que Amulio desea mi corona y protestará contra mi decisión. Es tozudo y no se detendrá ante nada con tal de lograr sus propósitos. Quizá, si dejo la mayor parte de mi fortuna a mi hijo menor, se contente él con eso.»
Procas dejó así las cosas. Pasaron los años y al cabo murió el rey. Pero no se cumplieron sus deseos. Amulio, que codiciaba el poder, depuso a su hermano: así obtuvo, a la vez, las riquezas y la corona.

Triste y vencido, Numitor fue expulsado de palacio. Su hermano le dio unas tierras fuera de la ciudad, y allí se recluyó el príncipe ­para vivir como un granjero. Había perdido su herencia, pero aún tenía salud y fuerza, además de una esposa y tres hijos pequeños.
Amulio había satisfecho las ansias de su corazón: era rey de Alba Longa. Pero no había paz en su espíritu. Un miedo persistente latía dentro de él. Sabía que Numitor nada haría por recuperar la coro­na; pero no estaba tan seguro respecto de los hijos de su hermano: de mayores podrían resultar peligrosos.



La violencia engendra violencia. Y así fue como, tras pensárselo mucho, Amulio no halló sino una solución satisfactoria. Llamó sus más fieles servidores y les dio dos sencillas órdenes.
-Buscad a los hijos de mi hermano; cuando los hayáis hallado. matadlos. Hacedlo bien y en secreto -mandó Amulio-, y luego apoderaos de su hija, Rea Silvia, y traédmela a palacio.
Sus órdenes fueron obedecidas. A Numitor se le partió el razón.
-Mis hijos han muerto -lloró-, pero salva a mi hija. Ningún daño puede hacerte.
Aun cuando era un tirano, Amulio sintió que matar a la hija Numitor podía ser un error; pero urdió un ingenioso plan que, a vez que salvaba a Rea, salvaba su propia reputación. Dispuso que niña fuese elegida como sacerdotisa de Vesta, diosa del fuego sagrado. Virgen Vestal, Rea gozaría de toda una vida de privilegiado servicio a la ciudad y al pueblo de Alba. Y, como a todas las vírgenes vestales, la ley le prohibiría tener hijos. Amulio podía estar tranquilo.

Entre todos los dioses y diosas que observa­ban los asuntos de los hombres, Marte sentía particular interés por el destino de Alba Longa. La crueldad y la codicia del joven rey lo enfu­recieron, y decidió que ya era hora de inter­venir.

Su primer acto fue anunciar a Rea, en un sueño, sus proyectos. El sueño fue sumamente vívido y extrañamente obsesivo. En él se vio Rea con la frente ceñida por una corona de ho­jas. Mientras ella miraba, de la corona brotaron dos árboles que súbitamente crecieron eleván­dose en el cielo.
Cuando despertó, recordaba con toda claridad lo soñado, que no se borró de su mente a lo largo del día. La noche si­guiente volvió a tener el mismo sueño, todavía más vívido. Siete veces fue visitada por el mis­mo sueño, y por fin comprendió lo que signifi­caba.

-Esto tiene que ser un signo de alguno de los dioses -se dijo-. Estoy segura de que algo muy especial e insólito está a punto de ocurrirme.

Y así fue. Porque, algún tiempo después, Rea dio a luz dos gemelos. ¡Eran los dos árbo­les del sueño! No había manera de ocultar a sus compañeras el nacimiento de las criaturas, y Rea sabía que sería castigada. La sagrada ley había sido quebrantada, y el castigo era la muerte. Sin embargo, oró con la esperanza de salvar a sus dos bellos hijos. Se confesó con la suma sacerdotisa, y dijo a ésta lo que firme­mente creía: que el divino Marte era el padre de los niños.

El alboroto que siguió fue enorme. Rea fue inmediatamente llevada ante el rey. Amulio se quedó atónito, y montó en cólera al oír la noti­cia.

-¡Marte! -exclamó, lleno de ira-. ¿Así es como los dioses recompensan mi bondad? Mi familia y mi reino han sido deshonrados. Lle­vaos a Rea y ahogadla en el Tíber, y arrojad a sus miserables hijos al río detrás de ella.

Los verdugos se dieron prisa en obedecer las órdenes del rey. Rea Silvia fue arrojada al río, y desapareció en la corriente. Según la leyenda, no se ahogó sin embargo; la rescató el dios Tiberino, quien la hizo su inmortal esposa. A los gemelos los arrancaron de los brazos de su madre; luego los metieron juntos en un ca­nasto, y éste, con su lloriqueante contenido,fue lanzado a las oscuras y arremolinadas aguas del río.

En aquel momento, el Tiber estaba en el punto máximo de la crecida, y había inundado los bajíos. Los críos yacían indefensos dentro del canasto, barrido y golpeado por las fuertes corrientes del río hinchado. Poco faltó para que se hundiera en más de una ocasión, pero al fin llegó a un lugar de aguas someras y tran­quilas donde se detuvo, frenado por las expues­tas raíces de una higuera, y allí se quedó hasta que se retiraron las aguas.

Rea estaba en lo cierto al suponer que Marte era el padre de sus hijos, y en creer que éste miraría por ellos. Después de salvarlos del río, el dios buscaba a quien pudiera amamantarlos. Criatura sagrada de Marte era el lobo, y una loba vivía en una cueva, con sus lobeznos, no lejos de donde el canasto se había detenido. En cierto momento, al bajar al río a beber, oyó la loba los desesperados lloros de los hambrientos críos, y no tardó en hallarlos, metidos en su ca­nasto. Levantó la tapa de éste con los dientes, pero, en vez de matar a los niños y comérselos, los alzó cuidadosamente en la boca y se los llevó consigo. Ya en su cueva, en la ladera de la colina, los limpió suavemente con la lengua y les dio de mamar. Calentitos y satis­fechos, los niños durmieron con los lobeznos, muy arrimados a la gruesa y peluda piel de la loba.


Así vivieron durante algún tiempo felices y contentos los gemelos. Pero crecieron, y la le­che de la loba no fue ya para ellos alimento su­ficiente. Necesitaron más sólida comida, y no les bastaban los restos de carne y huesos que los lobeznos aprendían a roer. Para salvar a sus hijos, Marte ordenó a los pájaros que los ali­mentaran; y así fue como las aves del campo llevaron todos los días pan y frutas a los pe­queños, que siguieron creciendo con buena sa­lud. Sin embargo, en determinado momento advirtió Marte que ninguna de aquellas criatu­ras selváticas podía hacer por los niños más de lo que hacían; alimento y cobijo no eran ya su­ficietes. Necesitaban el amor y el cuidado de otros seres humanos.

No muy lejos de la cueva de la loba vivía un pastor llamado Fáustulo con su mujer Lauren­cia. Eran pobres; vivían sencilla y honrada­mente, cuidando las ovejas y cabras de su amo y cultivando alguna que otra verdura para la mesa. No tenían hijos, y Marte consideró que
podían ser padres adoptivos ideales para los gemelos. Cuando bajó el río, Fáustulo halló el canasto vacío al pie del árbol. Pese al viaje que había soportado, parecía casi nuevo, y el pastor se preguntó cómo habría llegado hasta allí y qué podía haber contenido. Poco después ob­servó un revoloteo de pájaros que entraban y salían de la cueva en la ladera de la colina lle­vando alimento en sus picos. Fáustulo sabía que aquélla era guarida de una fiera loba de buen tamaño, y el espectáculo le causó extrañe­za. Durante varios días vigiló la cueva, y pudo ver el continuo ir y venir de las aves mientras los lobeznos jugueteaban entre las rocas. La cu­riosidad acabó por ser más fuerte que el miedo. Esperó a que la loba saliese del cubil, y cuando ésta, seguida por sus crías, desapareció entre los árboles, entró en la cueva después de ase­gurarse de que la loba no volvería pronto.

El interior de la caverna era frío y atemori­zador. La oscuridad era como un muro ante Fáustulo. Aguzando los oídos oyó unos débiles lloriqueos, y a tientas avanzó y descubrió a los niños. Sus ojos se habían acostumbrado a la os­curidad y pudo entrever unas formas pequeñi­tas tendidas en un lecho de hierba.

Antes de darse cuenta cabal de lo que hacía los cogió, y con un crío bajo cada brazo echó a correr, saliendo a la luz del sol y al fresco aire del día. Se detuvo sólo cuando estaba ya muy cerca de su cabaña. Su mujer se lo quedó mi­rando, llena de asombro. Creyó Laurencia, en el primer momento, que su marido traía consi­go dos cabritos, pero cuando aquél se hubo acercado bastante vio que se trataba de dos ni­ños muy pequeños. Fáustulo los puso en brazos de su mujer y sin tomar aliento le explicó el asombroso suceso.
-No son éstos niños corrientes -dijo ella-. Creo que son hijos de los dioses, que nos los envían para que los cuidemos y ame­mos. Y eso haremos.

Juntos decidieron qué nombres les pondrían, y los llamaron Rómulo y Remo. Así empezó la nueva vida de aquella curiosa familia. Los chi­quillos crecieron y llegaron a ser unos jóvenes valientes y fuertes, que ayudaban a su padre adoptivo en el cuidado de las piaras y las maja­das o cazaban, incansables, en los bosques cer­canos.

Tan pacífica vida no satisfizo mucho tiempo a los gemelos. Querían aventuras, y las hallaron en el juego de atacar a los ladrones y bandole­ros de las cercanías para robarles lo que habían robado a otros. Compartieron con sus amigos el botín así obtenido, y muy pronto contaron con el apoyo de una gran banda de jóvenes tan valerosos y audaces como ellos mismos.

Los bandoleros del contorno, privados de su medio de vida «normal», decidieron que era necesario hacer algo. Proyectaron capturar , los hermanos y darles una lección. Aguardaron hasta el día en que había de celebrarse la festividad de Pan, y cuidadosamente tendieron la trampa. Durante la fiesta, cuando la danza y la bebida habían alcanzado el punto más alto, loi bandidos atacaron. En la lucha que sobrevino Remo cayó prisionero. Muy bien atado, lo llevaron a presencia del rey Amulio.

-Este hombre, juntamente con su hermane y al frente de una banda, saquean las tierras de Numitor y le roban ganado -declararon.

El rey repuso rápidamente:

-Si estos rufianes saquean las tierras de m hermano, él es quien ha de castigarlos, no ye: Llevaos a este hombre y presentádselo a Numitor. No me molestéis más.

El desdichado Remo fue sacado a rastras y llevado ante Numitor. Los bandoleros repitieron la acusación, explicando que aquél era uno de los dos mellizos salvajes, tan iguales entre si que era muy difícil distinguir a uno del otro. Numitor los oyó, pero pareció interesarse mucho más en mirar atentamente el rostro de cautivo que en oír sus crímenes. Algo en el hombre en pie ante él traía a la memoria de Numitor el recuerdo de su hija Rea, desaparecida tanto tiempo atrás, y los dolorosos recuerdos de su vida pasada volvían a él. Y, rememorando sus padecimientos, apenas se atrevía admitir la súbita esperanza que sintió al ver Remo.

«Lo he perdido casi todo -deliberó par sus adentros-: mi trono, mi fortuna, mis hijos, mi hija y mis nietos. ¿Por qué habrían de ser ahora buenos conmigo los dioses?»

Meditó sobre los hechos del caso.

-Dicen estos hombres que tienes un hermano gemelo. ¿Es verdad eso? -preguntó Numitor.

-Sí, mi señor -repuso Remo. Nuevamente se perdió Numitor en sus pensamientos.

«Desde luego, tienen la edad precisa - dijo-. ¿Serán verdaderamente los hijos Rea, mis propios nietos?»

La posibilidad sobrecogió su ánimo. Si era verdad, entonces los mismísimos dioses tenían que ver con ello.

-Quiero hablar a solas con este hombre -dijo en voz alta-. Dejadnos.

Mientras se retiraban todos a toda prisa de la sala, hubo ruidos y gritos en el patio, fuera, y dos hombres, desembarazándose de la guardia, entraron. Numitor vio a un campesino anciano y a un joven fuerte, espejo del prisionero. Eran Fáustulo y Rómulo, que venían a salvar a Remo. Estaban los tres delante del atónito Nu­mitor. Rómulo, inclinándose, musitó unas pala­bras al oído de Fáustulo, al tiempo que lo em­pujaba hacia adelante, para que hablase por todos ellos.

En el momento mismo de ser capturado Remo, Fáustulo, que tanto tiempo había guar­dado el secreto, comprendió que había llegado el momento de hacer saber la verdad. Rápida­mente explicó a Rómulo cuanto sabía acerca del origen de los gemelos. Y en aquel instante, confiado en la fuerza de sus dos hijos adopti­vos, empezó a narrar la historia nuevamente, delante de Numitor. Contó cómo había hallado el canasto en el río, habló de la cueva y de los niños al cuidado de la loba. Prosiguió, expli­cando de qué manera él y su mujer habían amado y protegido a los muchachos, y cómo habían crecido éstos hasta llegar a ser los no­bles e intrépidos jóvenes que eran ya. Contem­plando a los gemelos, Numitor no pudo ocul­tar por más tiempo su alegría.

-Soy vuestro abuelo -les dijo serenamen­te, sin apenas dar crédito a sus propias pala­bras-. Os creía muertos, como vuestra madre, pero un milagro os ha hecho vivir para que me trajerais la alegría en mi vejez. Alabados sean los dioses.

Cuando Rómulo y Remo supieron lo que había hecho su tío-abuelo Amulio, montaron en cólera y decidieron que tantos crímenes te­nían que ser vengados.

Los gemelos comprendieron que con su pe­queña banda de secuaces no eran adversarios para el ejército de Amulio, y que, por tanto, era imposible darle batalla en campo abierto. Un ataque por sorpresa contra el propio rey era el único proyecto con posibilidades de éxi­to. Dividieron a sus hombres en grupitos, y cada uno de éstos fueron aproximándose a pa­lacio desde direcciones diferentes, para coinci­dir en un punto y hora previamente determi­nados; atacaron, y se abrieron paso, rodeando al rey. Los hermanos desenvainaron sus espa­das y se acercaron a Amulio, que se encogió ante ellos como un animal acorralado. Remo habló el primero.

-Somos los hijos de tu sobrina Rea Silvia -anunció-, y venimos a vengarla.

Rómulo, airado por la demora, saltó y fue el primero en acometer al rey con su espada. Remo hizo otro tanto, y el rey cayó muerto a los pies de los hermanos.

Fuera, Numitor había reunido a la gente y al ejército. En cuanto vio salir a sus nietos de pa­lacio, con las ensangrentadas espadas en alto en señal de triunfo, habló. Expuso a la asam­blea los terribles crímenes de Amulio, narró el nacimiento de Rómulo y Remo y cómo los dioses los habían protegido, y por último explicó la bien merecida muerte del rey. Entre el mur­mullo de la multitud dominaron las claras voces de los gemelos, que audazmente proclama­ban a Numitor rey de Alba con pleno derecho. El pueblo coreó sus gritos.

-¡Numitor es nuestro rey!

-¡Larga vida a Numitor, rey nuestro!

Sus súbditos dieron a Numitor la bienvenida a palacio, y así comenzó su feliz y pacífico rei­nado. Rómulo y Remo sirvieron bajo su abuelo durante varios años, pero querían más poder. A su debido tiempo se les presentó la ocasión, porque Alba estaba superpoblada y una nueva ciudad era imperiosamente necesaria. Decidió­se que Rómulo y Remo levantasen un nuevo asentamiento; y ¿qué mejor sitio que aquél en el cual, niños de pecho, habían escapado de la muerte y crecido hasta hacerse hombres?

Mientras los hermanos estuvieron de acuer­do todo fue bien y sin tropiezos, pero inevita­blemente surgió entre ellos la cuestión de quién de los dos había de reinar sobre la nueva
ciudad. Y, puesto que eran gemelos, no había entre ellos uno que fuese mayor que el otro. Ambos querían ser reyes y dar a la ciudad su propio nombre.

Por fin, y al cabo de muchas discusiones, convinieron en dejar la decisión a los dioses. En aquellos días creían las gentes que las divi­nidades mostraban su voluntad mediante sig­nos o señales naturales. Después de presentar juntos la cuestión a los dioses en un templo de Alba, los hermanos tomaron posiciones: Ró­mulo en el montecillo llamado Palatino y Remo en el denominado Aventino. Y aguar­daron.

Remo fue el primero en ver algo que podía entenderse como señal: seis buitres volaron jun­tos cruzando el cielo. Que tantos de estos pája­ros por lo general solitarios volasen de consu­no era un espectáculo insólito, y por otra par­te se consideraba al buitre un ave especialmen­te consagrada a los dioses. Se interpretó el acontecimiento en el sentido de que Remo ha­bía de ser rey por elección divina, y la cuestión parecía concluida, cuando Rómulo volvió y dijo que había visto no menos de doce buitres sobrevolando juntos el monte Palatino.


Pero entonces el pueblo comenzó a dividirse en partidos, porque quienes apoyaban a Remo lo proclamaban rey por haber sido él el prime­ro en ver una señal, y los partidarios de Rómu­lo optaban por éste en razón de que había visto más buitres que su hermano. Acicateados por los celos y la ambición, muy pronto los geme­los empezaron a discutir y a luchar entre sí. Rómulo, seguro de ser él el próximo rey, inició la construcción de una muralla alrededor de su propio establecimiento en el monte Palatino. Remo, con la intención de mofarse de los es­fuerzos de su hermano, saltó por encima del muro, para probar cuán fácilmente podía sal­var aquel obstáculo.

La burla sacó de quicio a Rómulo, hasta el punto de que, terriblemente encolerizado, mató a su hermano. Irguiéndose triunfante sobre el cadáver de Remo, lanzó con voz potente unia advertencia a quienquiera que osare desafiarlo:

-Este mismo destino aguarda a quien se atreva a saltar sobre mi muralla.

Toda la gente que había salido de Alba con los gemelos proclamó entonces rey a Rómulo, y la nueva ciudad construida en el monte Pala­tino fue llamada Roma en honor de su ilustre fundador.

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